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19 de marzo de 2012

Tao I


Voy buscando caminos de lo abstracto, senderos de lo indefinido, de lo infinito por tanto, lo misterioso, lo abismal, lo intangible… lo inmaterial. Huyendo de la férrea vía de lo figurativo, de lo concreto, lo definido, lo formal, lo explícito, lo tangible, lo material.
Dudar, dudamos en abstracto, las certezas son territorio de lo concreto.
Profundo, impenetrable, oculto, recóndito, incomprensible, abstruso es lo abstracto. Un lugar difícil de habitar, región de lo inasequible.
   “El Tao que puede conocerse no es el Tao”
Universo nominal, expresión de lo concreto. El lenguaje como definidor del mundo. Un nombre… un objeto: mesa, árbol, piedra, fuente…, pero y ¿pensamiento?, flor, río, casa, trabajo, coche…
   “La sustancia del mundo es sólo un nombre para el Tao”
Nombres, definiciones, palabras, claves, clasificaciones, bases de datos construyen la realidad del hombre, haciendo de la existencia un todo concreto. Miedo al abismo, temor indeterminado a lo abstracto, a lo innombrable.
   “Desde el no-ser comprendemos la esencia del Tao, desde el ser, sólo vemos su apariencia”
Experiencia concreta, pensamiento en abstracto, materia y espíritu entrelazados. Fusión entre lo inconcreto; cualidad de la que queda excluido el sujeto, y lo concreto; afirmación del sujeto en el significado del atributo.
   “Ambas cosas, ser y no-ser tienen el mismo origen aunque distinto nombre. Su identidad es el misterio”
Nombres, palabras, definiciones, etiquetas que van conformando una suerte de saber, sabemos acerca del mundo por medio de las palabras que lo nombran, que lo colman de descripciones con todo lujo de detalles. La ciencia y la religión como formas de verdad, estrategias de poder y de gobierno.
   “Enseña al que sabe a no-obrar. Actúa sin acción, y nada quedará sin ser gobernado”
Andando por las indefinidas derrotas del Tao.

7 de marzo de 2012

Empatía


Apareció de improviso en el semáforo de la esquina, como para importunarnos. Surgió un día cualquiera en medio de la crisis. Su atuendo y aspecto no dejaban lugar a dudas de sus intenciones y situación. Desde aquel día fue fiel a su cita en la confluencia de las dos calles. Cada mañana, llegaba andando desde el rincón del paso elevado donde vivía y se plantaba en el semáforo, para mayor desazón de los ya desesperados conductores, que de camino al trabajo, se veían obligados a detener su vehículo ante aquella luz roja, ahora con inquilino.
La prisa, la individualidad, el hedonismo, alejaban a los que le veían de aquel abyecto ser, que pedía una limosna desde el extremo de un universo, apenas separado por una ventanilla.
Su oriundez, su desaliño, la mirada dura y esquiva, las manos oscuras, el pelo fosco y ralo, su lenguaje gutural, más propio de animal que de ser humano, lo situaban en los márgenes de la compasión.
Nadie le daba lo que pedía, o lo que se interpretaba que pedía, ya que era imposible entenderle. Nadie le daba nada; ni una limosna, ni una sola caridad, ni una mirada de aliento, ni una sola palabra de consuelo, ni un mínimo momento de atención.
Los conductores, invadidos de prisa, sumergidos en el convulso movimiento de la ciudad y de la vida, ignoraban a aquel ser detenido en el semáforo. Algo en su inmovilidad lo hacía especialmente diferente, sospechoso, desemejante del dinamismo y la premura de los conductores.
Había algo en su actitud relativo a la velocidad de movimientos que lo diferenciaba, lo distinguía, era una velocidad indigna de este “primer mundo” y algo más propia, por lo habitual, de ese que llamamos tercero, hasta en su mirada había una flema parsimoniosa que contrastaba con la precipitación con que vivía el entorno.
Su pobreza no se movía ni un ápice día tras día, su miserable condición permanecía inalterable, pareja a su tardo proceder. Como si de un designio se tratase permanecía en él siempre el mismo aspecto, el mismo tempo, el mismo inmundo lugar en que morar. Era un ser incómodamente invisible, situado en un umbral del que los exquisitos ojos occidentales no tenían registros. Un ser inalcanzable, lejano, en las antípodas de la holgada comodidad a la que incomodaba.
Siguiendo el mantra de todo habitante de gran ciudad, la gente hacía como que no le veía, cuidándose de no cruzar, ni por descuido, con él la mirada. Sólo se percibía que había sido detectada su presencia, por el precipitado cierre automático del seguro de las puertas o por el intento esquivo de eludir la línea del semáforo, adelantando o retrasando el vehículo.
Pero también estaban los abiertamente incomodados, ciudadanos incontenibles en la expresión de su disgusto por lo que consideraban una especie de ultraje a la excelencia, en la que pretendían vivir. Si un día aparecía fumando, eso refutaba su criterio de que la indigencia era simplemente un mal en el que algunos se habían instalado, si no ¿cómo era posible que pidiera dinero para gastarlo en cigarrillos?, estaba claro que era simplemente un haragán del que no se podía esperar un acto de voluntad que lo distinguiera. Como si los “civilizados ciudadanos” no tuvieran vicios ni perversiones de ninguna clase, como si el modelo consumista compulsivo sólo alcanzara a los ejecutivos o a los enamorados.
El invierno arreció aquel año y una mañana de lluvia y tenue luz, mientras pedía entre los coches, un motorista lo arrolló más de diez metros en la calzada. Los civilizados conductores, armados de sus teléfonos móviles hicieron casi cien llamadas a los equipos de socorro, sin bajarse de sus coches.
Esta vez sí, todos sin excepción, le miraron yacer inmóvil sobre el invernal asfalto.