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26 de noviembre de 2009

Calidad

Bien, calidad, belleza, perfección, divinidad, esplendor, magnificencia, prodigio, maravilla, virtuosismo, excelencia. Vocablos cotidianos, de los que sin embargo, parece haberse escapado su significado para una gran mayoría de ciudadanos que no son, no somos, capaces de diferenciar la excelencia en casi nada, y aquél que más enterado y perfeccionista parece, menos idea suele tener.

La calidad atraviesa horas muy bajas en nuestro amado mundo occidental; el MP3 hace tiempo que suplantó a la alta fidelidad, vídeos caseros compiten con las producciones cinematográficas y publicitarias del momento, el pixel le ha ganado la batalla a la nitidez, la atención y el servicio al cliente están de saldo y el autoservicio hasta en las gasolineras, se ha convertido en norma.

Hace dos años, el concertista Josua Bell, prestigioso violinista norteamericano, bajó al metro de Washington vestido con vaqueros y gorra de béisbol, llevando consigo un violín stradivarius de 1713, con el que comenzó a interpretar música de Bach. Él, que hacía unos días había llenado una sala de conciertos de a 100 euros la entrada, obtenía en este nuevo escenario una lamentable repercusión entre una audiencia anodina, que ni reparó él ni en su música. Posiblemente mientras esto sucedía, miles de conciudadanos nutrían su intelecto con la telebasura que se despacha sin restricciones en cualquier canal de televisión del orbe.

Es posible que estemos en un proceso de declive tan acusado como sociedad, que no somos conscientes de la cantidad tan apabullante de asuntos que han sufrido una merma notable de calidad, asuntos tales como la educación, la política, el aire que respiramos, los alimentos que comemos, el agua, las relaciones humanas, el trabajo, la estabilidad emocional y psicológica del individuo, el amor, la amistad, el tiempo y el espacio, la honestidad, la democracia, lo público, lo privado, el estado del bienestar, los principios éticos, los estéticos, la bondad, lo común, el silencio. Por no hablar del clima, el estado de los océanos, la superficie virgen del planeta, la economía de las familias, la palabra tanto escrita como hablada, el respeto por el otro, aunque tal vez esto último siga así desde antiguo.

Hemos devaluado la calidad por un creciente culto a la mediocridad en simbiosis con un conformismo materialista, o mejor dicho, dormidera del bienestar. La calidad se nos escapa de las manos, la calidad de pensamiento, la calidad de vida, la calidad de lo humano, la calidad humana.

La opinión pública, con más formación e información que nunca, es también la más influenciable, anodina y vulgar de la historia. Esta “opinión” transformada fácilmente en creencia, veredicto o sentencia, determina a menudo la magnitud y la importancia de los acontecimientos, de las ideas y de las gentes. Si unas semanas antes del concierto de Josua Bell, se hubiese anunciado que iba a tocar en el metro gratuitamente, armado con un stradivarius, el colapso de gente hubiese sido monumental. Gente que seguramente ni sabían quién es Josua Bell, ni diferencian al virtuoso violinista de un músico corriente tocando mal una viola barata, habría aplaudido tan “casual evento” hasta hacerse estigmas, y luego lo habría contado, publicado, transferido en directo y hasta inventado. La ocasión desde luego, hubiese bien merecido ser inmortalizada con cuantas fotos y vídeos nebulosos pudieran almacenarse en la exigua memoria de los teléfonos móviles de los presentes, cuyos propietarios, con esa expresión del tonto que mira al dedo..., habrían hecho gala de su habitual gracejo de reporteros urbanos, ante un acontecimiento tan “cool”, como era este.

Y es que cuando el dedo apunta a la luna, ya sabéis lo que el tonto mira...