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19 de mayo de 2008

Inquietud

Camino entre avaros prelados y máscaras de ambición, quedan atrás. La senda asciende temblorosa hacia la cordillera del alma descompuesta, hacia el lago azul de la memoria entristecida de ausencias, repoblada de soledades.

Vertiginosas cumbres desérticas recorren el laberinto límbico de la conciencia en desuso. En el collado el atorado recuerdo, el impenitente olvido.

Luces opacas yacen en un horizonte denso y petrificado que asemeja una mirada ausente y próxima, familiar, inalcanzable y cercana.

Vientos de lejanía azotan la nada, senderos vacíos la acompañan, superficie compacta que dibuja un bidimensional paisaje de cimas desoladas.

El cielo se precipita sobre estas tardías landas, que ya la luz abandona, desesperada.

8 de mayo de 2008

Obediencia

Obediencia debida, obediencia de vida, o tal vez una vida de obediencia.

Jueves noche, documental: “Los fantasmas de Abu Ghraib”, de Rory Kennedy. Estremecimiento sobrecogedor por aquellos sucesos de sobra conocidos, pero sobre todo, por la naturalidad, por la normalidad que muestran unos soldados que hacen teñirse de prosaico la barbarie, la vejación y la tortura a las que sometieron a los detenidos en aquel infierno.

Normalidad, rostros occidentales, de los nuestros, gentes rubias, individuos bien nutridos, jóvenes y jóvenas de familias normales norteamericanas, capaces de protagonizar terribles atrocidades sin pestañear o incluso sonriendo, como muestran tantas imágenes digitales que pasaron de cámaras a discos duros y a recopilaciones en CD. Chicos y chicas normales, que reconocen haber participado en aquella orgía de sadismo, porque “era lo que se hacía”, “era lo que hacían los demás”, “eran prácticas habituales de inteligencia militar” y los soldados carceleros, secundaban de grado.

Atroz la declaración de la soldado Sabrina Harmon, que aparece en una fotografía hecha por un compañero, sonriendo agachada sobre el cadáver de un preso, con visibles signos de haber sufrido torturas. Junto a un rostro demacrado y sanguinolento la simpática joven sonríe con una sonrisa amplia y convincente, una abismal sonrisa, tan terrible, como su desgarrador testimonio asegurando que “ella siempre sonríe en las fotos”; como si lo importante ante la inhumanidad, fuese el hecho de ser fotografiada, como si el cadáver con el que comparte plano no estuviese allí, como si detrás de las torturas que dejaron sin vida a un ser humano lo único que se pudiera hacer es posar y sonreír, como si lo ocurrido pudiera ser un souvenir, como si semejante escena mereciera quedar en el recuerdo.

No alcanzo a valorar qué es más cruel, cuál de los actos es el más inhumano: la tortura, la sonrisa o la apariencia de normalidad, porque la tortura ejercida, siempre en posición de superioridad, sobre un ser que no puede defenderse y se encuentra a merced de los caprichos y sadismos de otros, que además actúan en grupo, es sencillamente la mayor de las vilezas y la peor de las cobardías posibles, algo en las antípodas de lo humano. Pero y la sonrisa, la sonrisa que planea sobre el escándalo de muerte y perversión va más allá, es la burla de la propia atrocidad, es no conceder ninguna importancia a la vileza, es la desafección más cruel y desgarradora que pueda darse en la actitud humana. Y la apariencia de normalidad instala en la cotidianeidad la mayor de las locuras, constituye el clímax de la barbarie instalada en la rutina más absoluta, transformando todo en mera intrascendencia, privando de toda importancia a lo de esencial que hay en la vida, en la muerte y en el ser.

Atroz testimonio sustentado, una vez más, en la obediencia, cuanta simpleza, cuanta crueldad subyace tras el artificio de civilización construido por el hombre, y cuán frágil es esta artificialidad que se desmorona ante nuestros ojos, frente al más leve relajo moral. Civilización impostada detrás de la cuál, adormecido, habita paciente un monstruo.